Una vez, el ayuntamiento de mi núcleo convocó unas plazas para un curso de Informática gratuito de seis meses de duración. Como no hacía nada, me inscribí. Había que hacer un examen previo para seleccionar a los que concurríamos. La prueba me salió fatal. Copié todo lo que pude y lo que no, me lo inventé, pues no tenía ni idea de Informática. La única pregunta que recuerdo es: «¿Cuántas palabras es capaz usted de teclear por minuto?». Yo, como de niño había ido a unas clases de mecanografía que impartía por mi tía Lalí Aracil, y entonces discaba unas 400 palabras por minuto, deduje que 60. Esa fue mi perdición. Al poco tiempo, recibí una llamada de una chica con acento argentino diciéndome que no me habían seleccionado para el cursillo; porque habían convocado 20 plazas y éramos 21 los inscritos.
—¿Tan mal lo he hecho? —pregunté.
—No, al contrario —me contestó la muchacha—, lo ha hecho usted bien, demasiado bien y temíamos que se aburriera por el nivel tan bajo de sus compañeros.
—Pero si yo no tengo ni idea de Informática —le repuse.
—Pero usted teclea más palabras por minuto que los demás y, compréndalo, se aburriría sobremanera hasta que estos llegaran a su altura.
Al parecer, el curso constaba de dos meses de clases de Mecanografía y cuatro de Informática.
—Pero —objeté yo—, no me aburriría —mentí—, yo no me aburro nunca.
—Lo siento, tras pensarlo concienzudamente, todos los miembros hemos llegado a la misma conclusión.
—Pero eso es injusto.
—Lo siento, lo siento —prosiguió hablando la chica—. Cuando haya un nivel más alto lo llamaremos, no lo dude.
—Claro, claro —asentí resignado como si la chica estuviera presente.
Al parecer, los otros concurrentes tampoco tenían ni putrefacta idea de Informática y menos que yo de Mecanografía.
Me «despachaban» por sabio.
Habían talado el árbol por la copa.
Y así fue como yo me quedé sin saber nada de nada de Informática.
A los dos o tres meses, más o menos, y para darles una alegría a mis padres —bastante disgustos les había dado ya—, me presenté a un certamen de «novela corta» de mi núcleo.
Llamaban «novela corta» a un texto entre 20 y 40 páginas, lo que en realidad es un relato más o menos extenso. Pero da igual. No se enteraban, claro, qué más da. Así, podría hacerme con unos ahorrillos que me vendrían bien, si ganaba, claro, que no era tan seguro.
Cuando presenté mi trabajo, dos días antes de la fecha de la finalización de entrega de manuscritos, no se había presentado nadie. Este premio me lo llevo seguro —me dije—, aunque sabiendo cómo eran los de mi núcleo —no muy de fiar—, eran capaces de declarar desierto el premio y no dame los cuartos. Además, el jurado estaba compuesto por maestros de escuela ya viejos y por gente a la que le gustaba figurar y lavar en todos los fregaderos
Al día siguiente, me pasé por la concejalía de cultura, que era donde se entregaban los manuscritos, y allí me dijeron que se había presentado otra «novela corta». La chica, muy simpática, me dijo que no preocupara, que el premio lo iba a ganar yo seguro, pues la mujer que también se había presentado era una anciana de 83 años —según le comentó— y había aprendido a leer a los 50 años, y que no había leído ningún libro en su vida, tan solo cuentos para niños de 15 o 16 páginas con ilustraciones como «El sastrecillo valiente», «Blancanieves y los sietes enanitos», «Caperucita Roja» y así. Además, su trabajo solo constaba de 15 páginas y las bases exigían un mínimo de 20.
Todo lo que me habían dicho en la concejalía me tranquilizó bastante, pero un runrún se me metió en la cabeza. Y no me equivoqué: cuando se falló el premio, la ganadora fue la vieja que, por cierto, vivía en el campo, aunque esto no tenga nada que ver.
Días después, vi a uno de los miembros del jurado y le pregunté por el certamen de «novela corta» al que yo también me había presentado.
—Ah —me dijo—, así que la otra obra era tuya.
Le dije que sí.
—La tuya —me dijo él— estaba mucho mejor escrita —no sé si dijo esto para adularme o para consolarme—, pero ten en cuenta que una anciana medio analfabeta te salga con una obra de esa magnitud, de ese calibre, de esa envergadura…
Le pregunté sobre qué versaba el argumento de mi adversaria.
—Pues, verás —arguyó —, se trata de una paloma reina de un reino que da a luz a dos criaturas. Un palomo negro cruelísimo y una paloma blanca, virginal, prístina. Después de diversas intrigas para apoderase del reino —el padre había muerto de los disgustos que le daba el palomo negro—, este es devastado por un rayo y la paloma blanca se casa con un palomo azul, e instaura un reino en el que los súbditos alcanzan el esplendor y la dicha.
—Una alegoría genial, a la altura de un Jünger —le dije.
—¿De quién? —me pregunto el maestro de escuela retirado.
—No, nada, nada —hablaba para mí—, sin duda se trata de una escritora de raza, de un talento puro.
—A que sí, a que sí —exclamó entusiasmado mi conocido—, sabía que lo entenderías.
—¿Qué más da —dije yo— que no tuviera las 20 páginas que pedían las bases? Hay que estimular a los verdaderos creadores.
—Es cierto, es cierto.
—Si se lo propone —proseguí—, podría escribir una novela mejor o igual, al menos, que las de Corín Tellado.
— Eso sería utópico —me dijo pensativo el maestro.
—¿Quién sabe? ¿Quién sabe? —le contesté yo.
Entonces me despedí de él maldiciendo para mis adentros.
Malhadado, malhadado núcleo.